Las niñas y los niños ven gestos, escuchan comentarios, captan actitudes, e internalizan conductas del mundo adulto con mucha facilidad. Ellos y ellas están atentos especialmente a lo que se diga de sí mismos, y de ese modo van construyendo una autoimagen, y se auto-conciben a lo largo de un proceso que comienza cuando son muy pequeños (24 a 36 meses aproximadamente) y comienza a concluir pasada la adolescencia.

Al igual que un cristal, cuya línea de formación es pasible de quebrarse desde el punto de construcción, las personas vamos erigiéndonos, de acuerdo con las mencionadas percepciones del entorno, que nos van constituyendo y dando forma a nuestra personalidad, a nuestra manera de ser y estar en el mundo. Del mismo modo, todo esto que nos dicen y nos decimos también son aquellos introyectos pasibles de ser los factores de daño, quiebre, e incluso enfermedad a posteriori.

En nuestras manos está el cuidado con respecto a lo que les decimos de sí mismos, a nuestros hijos, sobrinos, nietos, alumnos. Cuánto los estimulamos a alcanzar sus metas, grandes y pequeñas, mostrándoles su potencial, o permitiéndoles encontrar sus virtudes más esenciales tanto como sus aspectos de mejora, o aquellas competencias en las que demuestran mayor o menor habilidad.

Nunca olvidemos que, por ejemplo, si a un niño le reiteramos que “es torpe” o a una niña que “no sabe cantar”, les estamos indicando un rasgo que inconscientemente irán incorporando, y limitará sus facultades, así como si a una niña o niño le indicamos permanentemente lo bien que se desenvuelve en toda acción y ámbito, estaremos fomentando una sobrevaloración de su imagen que le impedirá frustrarse y manejar correctamente dicha emoción, en todos los casos, con consecuencias a futuro.

Nada más importante que celebrar un triunfo alcanzado con esfuerzo y energía, el impulsarlos para mejorar lo que no sale bien, y una búsqueda de lo que vienen a expresar peculiarmente. Y tener la precaución de no tildarlos de impacientes, mentirosos, ansiosos, egoístas o miedosos, sino ayudarlos a superarse ante cada dificultad, recordando que se encuentran en un proceso de desarrollo donde casi todo es posible.

Seamos conscientes también del ejemplo que les damos con nuestro propio andar y nuestras elecciones cotidianas. Vale traer el cuento, tan bien relatado por Jorge Bucay, que dice del elefante que vivía en el circo desde pequeño, y al terminar la función lo ataban junto a una estaca que por su tamaño no podía mover; la estaca siempre fue la misma, pero el elefante creció con los años y se convirtió en un elefante de un tamaño suficiente como para levantar con fuerza su estaca y partir, pero siempre, desde pequeño, creyó que no podía hacerlo…

Lic. Psic. Verónica Torterolo